Hace unos días llegó una nota a la radio de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno para anunciar el cuarto aniversario de la muerte de Manolo Ranchal Arévalo ‘ El Santomé’. Cómo pasa el tiempo. Quién no recuerda a una persona como él, con el que crecimos tantas generaciones de niños. Crecimos y él seguía juntando las mismas palabras cuando soltaba alguna frase de las suyas. Y su tono. Le decía BUENO AL BUENO Y MALO AL MALO. Hablaba con monosílabos y preguntaba por tu familia siempre que te veía, ¿padre, cómo? ¿madre, cómo? ¿niños, cómo?
Manolo escribía todos los días una carta imaginaria a su novia. La dejaba en correos. Sin sellos. En realidad era una carta con garabatos que sólo él entendía. ¿Dónde irán las cartas que no se mandan y que se escriben todos los días? Sus cartas no llegaron jamás. O sí. Santomé era un Quijote que buscó toda su vida a su Dulcinea del Toboso. Solo él sabía cómo era su amor.
La calle es un catecismo escrito por la gente que habita en ella. Por ahí pasaba Manolo con sus andares, (caminaba con un pie delante del otro) en esos pasos tan característicos de él, que son los que dio en su vida. Estaba en todas las procesiones, junto al Cristo y a los Músicos como si fuera un penitente más. También iba a los entierros. No lloraba pero miraba las caras y en silencio se consolaba de las personas que estaban en pleno dolor aunque no le dijera nada ni le diera el pésame. Pero estaba ahí. De la misma manera que iba quitando los papeles de la calle que estaban junto a las aceras. Los tiraba a la papelera con sus pantalones, subidos hasta la cintura y esas chaquetas grandes donde le sobraba ‘pana’ por todos lados. Él era así. No le gustaba que le apretaran por ningún lado. Un ser libre que, a veces, no decía nada y otras no paraba. A su aire siempre. Vivía en una soledad sabia. Vivía en la primera casa de la calle Cristo Medinaceli antes de irse a la Residencia.
Cartas, pasos, paseos y afectos. Lo quería todo el mundo. A él lo escuchaban todos aunque fuera para pasar un rato divertido. Te sacaba una sonrisa. Era único, que no es lo mismo que diferente. Único. Lo recuerdo en la Residencia con su hilo todo el rato . Vuelta y vuelta al hilo. Lo hilaba todo. Manejaba el hilo de su vida. Conocía a todo el pueblo aunque nosotros no lo supiéramos. Mientras hilaba, miraba, pensaba y te asociaba.
No habrá otro igual que Manolo. También los niños lo llamábamos ‘Potitopan’. Lo recordamos porque estaba siempre en los sitios donde sabíamos que lo íbamos encontrar. En una procesión, haciendo el Camino a la Virgen de Luna o en las corridas de toros. Le regalaban las entradas y cuando se las daban, era el niño más feliz del mundo. Aunque no fuera niño, lo parecía. Lo recuerdo en la plaza de toros vieja, allí lo vi un día esperando al último toro y él queriendo abrir la puerta con un pequeño palo. Se moría por entrar en la plaza. Se hizo justicia cuando años después tuvieron el detalle de regalarle las entradas.
Los niños con pantalones largos no se olvidan jamás. Él lo era. Ya no va nadie a pintar con boli BIC a la Caja Rural, ni nadie echa cartas a novias imaginarias en Correos, ni va nadie lleva cestas de comida a los presos. En la residencia no lo esperan. Él siempre llegaba después de sus largas caminatas que daba en soledad por el pueblo. En realidad nunca estuvo solo. Era uno de los más conocidos y queridos por el pueblo. La Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno ha creado un grupo de lectura con su nombre. Él nunca supo leer aunque sus garabatos y palabras las reconociera todo el mundo.
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